Era las 4 de la mañana en Argentina. El televisor proyectaba imágenes difusas desde el otro lado del mundo. Algunas rayas horizontales iban pasando de abajo hacia arriba y nos obligaba a mover el aparato para ver si se veía mejor.
La silueta del 10, tan borrosa y clara a la vez, iba marcando una huella hacia la leyenda. Era 1979, Mundial Juvenil de Japón. La efervescencia del título en la mayor del 78 aún brotaba de las pieles futboleras. Pero ese 10 bajito, de alma grande y fútbol espléndido subía en ese Japón lejano, un poco más la vara. La 10 de la Selección parecía mimetizada con su cuerpo. Nos dejaba boquiabiertos aún dormidos y entre sábanas, mirando sus proezas iniciales.
De Fiorito al mundo. Se dijo mil veces. De una patada en el culo me pusieron en la cima y nadie me contó cómo era, solía decir. El Diego de la gente fue agigantando su historia aún vivo. Boca, Barcelona, Napoli y demás. México 86, su obra cumbre. Gol a Inglaterra, su solo de guitarra, su monólogo futbolero, su obra cumbre dentro de la obra cumbre. Su momento. Su gloria. Y la nuestra. Hacer ese gol y el otro. Y la Copa y el contexto bélico que nos golpeaba aún.
Diego y Maradona fueron dos en una misma persona. El Diego de la gente y el Maradona de los líos. El Diego artista de la pelota, genio de todas genialidad, de corazón campeón, cebollita de alma y potrero y el Maradona que más allá de sus contradicciones, siempre tuvo claro de qué lugar de la vereda debía pararse.
Diego, ese artista callejero que se adueñó de todos los teatros del mundo con su magia. Diego, ese Rey que nunca morirá de los corazones redondos, con gajos y de cuero. Gracias señor 10.