Con la cuarentena que se nos viene parece, desde El Faro te regalamos unos cuantos cuentos para ir pasando el rato con bueno lectura de fobal:
EN OFFSIDE
Siempre que le cuento esta historia a alguien, me dicen como mínimo que soy mentiroso, así que decidí escribirla, sino me van a terminar convenciendo…
Allá en el sur, en la casa del «Negro», su papá, el «tío Raúl», tenía el típico negocio donde uno iba a comprar golosinas y las mamás, algo que faltó para el almuerzo o la once, sin tener que ir al Supermercado. La cosa es que, visionario el hombre, había ampliado el giro, y puso atrás, en el patio un taca-taca y 2 videojuegos, el Slap Fight y el Double Dragon. Era como que nos hubieran traído Fantasilandia a la vuelta de la esquina.
Un día que fuimos a jugar más tarde de lo habitual, estaban los más grandes en el taca, pero no sólo eso, estaban los más pro y en un campeonato. No habían apuestas, sólo era por el honor y zafar de pagar la ficha, pero si alguien hacía un remolino, sabían que le esperaban sus merecidas patas en la raja.
Como había que hacer fila, mientras miraba al que estaba jugando en el Double Dragon, de repente escucho que el «Samba» grita «Offside!!! Offside!!!», cómo no entendí cómo podía ser eso posible, me acerque lo que más pude, o mejor dicho, hasta donde mi instinto me dijera, no quería que se notara mi presencia, tenía que pasar piola, porque para mí, esto era como estar en una pelea de gallos clandestinos. Igual caché todo y como se las ingeniaron para poner esta regla al taca: Cuando había un gol, el que estaba jugando al arco, rápidamente trataba de alcanzar con su mano la pelota antes que se fuera por la canaleta. Si lo lograba era Offside sino, obviamente que era gol. Estos weones habían inventado el VAR hace más de 25 años atrás… ¡y encima este no se equivocaba!
LO RARO EMPEZÓ DESPUES
Por Eduardo Sacheri
LO RARO EMPEZÓ DESPUÉS
El único que se dio cuenta de que pasaba algo raro fue el Peluca, que como es un loco por los pájaros se apioló de que de pronto habían dejado de volar y se habían quedado callados. Además Peluca es el arquero, y ése es el único puesto en el que tenés tiempo de ponerte a pensar, salvo que justo te estén reventando a pelotazos. O capaz que el Peluca nos verseó, y después de que pasó todo se mandó la parte de que había sido el único que había visto ciertos signos misteriosos.
No sé por qué empecé a contar la historia por el Peluca, porque pensándolo un poco, si la quiero contar como Dios manda, me tengo que ir bastante más atrás de la tarde esa en la que se callaron los pájaros. Por lo menos a dos semanas antes, y al turro hijo de mil puta del Cañito Zalaberri. No creo que en el mundo exista un guacho más guacho que ése. Por empezar es un bruto. Tiene los ojos chiquitos y fijos como una laucha, los dientes para afuera y un montón de pecas en la cara. Es más callado que las lombrices, salvo para insultarte. Eso sí le sale. Te putea por cualquier huevada. A sus amigos y a todo el mundo. Es malo como la hepatitis, y en el campito se las da de jefe. Nadie le hace frente, porque por más boludo que sea mide como dos metros y si te pone una mano te sienta de culo. Una vez se peleó con Pablito y le dejó la cara tan estropeada que parecía que lo había atropellado un tanque. Por eso nadie se mete con el cornudo del Cañito Zalaberri. Porque le tienen miedo. Y como el otro lo sabe, aprovecha y hace lo que se le canta.
Todavía hoy no entiendo cómo se animó el Luli a hacerle frente con el asunto del desafío. Supongo que lo que pasó es que le llenó las pelotas con eso de hacerse el capo del campito, y el Luli dijo basta y se le plantó. A veces el Luli tiene cada idea que lo aplaudís o lo matás, como aquella vez que nos hizo salir a probar por el barrio un sistema nuevo de ring-raje que resultó un fracaso y no hubo vecino que no saliera a recontraputearnos, pero ésa es otra historia.
Nosotros teníamos el campito hasta las cuatro de la tarde, más o menos. Después venía la barra del Cañito y teníamos que rajar con el rabo entre las patas. Y el modo con el que nos daban el raje era tétrico. Desde afuera, desde la calle, el Cañito le pegaba un chumbazo a su pelota, que caía desde los cielos en cualquier punto de la cancha. Era el anuncio de que venían. Mientras la pelota picaba algunas veces y quedaba mansita, asomaban sus cabezas sobre la tapia y empezaban a descolgarse para el lado de adentro. Ni siquiera se tomaban el trabajo de echarnos. Simplemente entraban a la cancha conversando entre ellos, recuperaban el balón y se ponían a practicar en uno de los arcos mientras algunos pisaban en el mediocampo para armar los equipos. Ni siquiera nos dirigían la palabra. Suponían (y no les faltaba razón) que nosotros íbamos a rajar con la cabeza baja y el paso arrastrado. Cuando el balón del Cañito bajaba de los cielos era como si se acabara el mundo. No importaba cuánto nos faltaba para terminar, ni el resultado de nuestro partido ni nada. Aparecían estos tipos, que tenían todos como quince pirulos, y desaparecíamos del planeta. Una sola vez Pablito pretendió hacerles frente, porque el partido estaba empatado y el que hacía el gol ganaba, pero saltó el Cañito y fue entonces que le llenó la cara de dedos, aunque eso ya lo conté. Desde entonces preferimos todos el perfil bajo. Caía el balón de ellos desde la nada y salíamos disparados como cucarachas cuando se prende la luz.
Es el día de hoy que no sé qué carajo se le cruzó al Luli por la cabeza cuando ese sábado lo encaró al Cañito Zalaberri y a la manada de bestias de sus amigos. Capaz que porque ya estaba terminando noviembre, y jugar de dos a cuatro en el campito era un infierno. El sol se te clava en la sabiola, y desde que el vecino anuló la canilla de afuera para que no le vaciemos el tanque, si queremos conseguir agua nos tenemos que caminar como tres cuadras hasta la casa de Agustín. Y Luli es de esos tipos que odian el calor, así que a lo mejor fue por eso, yo qué sé.
La cosa es que ese sábado, en lugar de enfilar como un cordero para el lateral como el resto de nosotros, encaró para donde estaban los tipos armando los equipos. Cuando lo vieron lo miraron como quien observa a un perro que ha decidido cruzar la ruta justo después de que el semáforo acaba de ponerse verde: con una mezcla de sadismo y de curiosidad por saber en qué momento exacto el animal quedará hecho puré sobre el asfalto. Pero el Luli siguió avanzando con la frente alta hasta que se encaró con el Cañito Zalaberri. Nosotros veíamos, pero no escuchábamos lo que hablaban. Además enseguida los energúmenos lo rodearon al Luli, de manera que nos quedó tapada la visión casi por completo. De vez en cuando alguno se corría un poco y divisábamos al Luli, hablando y moviendo los brazos, y nos alegraba ver que seguía vivo.
Al rato se abrió un pasillo entre esos brutos y salió el Luli muy campante para el lado nuestro. Cuando llegó anunció la cosa en algunas frases cortas. Había armado un desafío contra esos elefantes para un jueves a las tres de la tarde. Si ganábamos, nos quedábamos con el horario de las cuatro por el resto del verano. Y si perdíamos, teníamos que buscar otra cancha hasta mayo porque si nos veían por ahí nos iban a moler a patadas. Un diplomático, el Luli. Lástima que Atilio se le fue encima para asesinarlo, porque tardamos como diez minutos en separarlos del todo y el Luli se hizo un rato el ofendido y se hizo rogar un poco hasta que se decidió a contar el resto de la idea.
No era tan ridículo su plan. Los tipos eran grandes, es cierto. Creo que ya dije que tenían como quince, y la mayoría de los nuestros acababan de terminar sexto o séptimo grado. Pero eran bastante perros. Ojo que ellos se creían una pinturita. Pero eran un asco. Tenían uno o dos que la movían. Federico Angeli, el petiso que juega de diez, es bueno gambeteando y poniéndole pases al otro que es peligroso, Cachito Espora, que es flaco como un alambre pero alto como un campanario. Mete goles de cualquier lado porque le pega como con un fierro, y cabeceando dentro del área es una pesadilla porque para marcarlo de arriba tenés más o menos que tirarte en palomita desde el travesaño.
El Tití González, que juega de líbero y es, de los nuestros el que mejor sabe mirar el fútbol, nos dijo que los había visto perder feo contra los pibes de la Diagonal, que tampoco son nada del otro mundo, y que no teníamos que dejarnos impresionar por el tamaño de portaaviones que tenían, porque en general eran una manada de caballos y en la defensa eran un cotolengo.
Todos, quien más quien menos, estuvimos de acuerdo en que el Tití se hiciera cargo del manejo táctico. Sobre todo porque en nuestra barrita somos como dieciséis, y en el desafío íbamos a jugar de once, y nadie quería decirles a tipos como Beto o como Lalo —que son horribles jugadores pero pibes macanudos— que tenían que quedarse afuera. Pero al Tití esos detalles sentimentales le importan un carajo, con perdón. Él dice que un buen técnico tiene que saber evitar los amiguismos y las camarillas y que los hombres de carácter se ven en los momentos difíciles. Al final nadie le hizo problema. Primero porque armó el equipo con lo mejorcito que tenemos y segundo porque el Tití cuando quiere es medio loco y no le gusta que lo contradigan.
El día del partido salí de casa a eso de las tres menos veinte. Hacía un calor de infierno, propio de las siestas de diciembre. Pasé primero por lo del Gato, que estaba comiendo fideos con tuco. Me llamó un poco la atención que el tipo siguiera almorzando a esa hora, tan encima del partido, pero me explicó que eran órdenes del Tití, y aunque me pareció raro no pregunté más. Ya cerca del campito se nos unieron Lalo, Beto y José, tres de los que se iban a quedar afuera. Venían del lado del ferrocarril con las remeras infladas de piedras grises del terraplén. «Por si acaso la cosa se pone jodida», dijeron, y yo pensé que teníamos buenos amigos.
Antes de empezar hubo que acordar a cuánto jugábamos. Uno de ellos propuso hacerlo por tiempo, pero nos negamos porque nosotros no tenemos reloj. Bueno, el que tiene reloj es Luis pero es un tacaño que no lo saca de la casa porque dice que si lo rompe la vieja lo mata, así que ahí en la cancha no teníamos, y seguro que los del Cañito, que sí tenían como dos o tres, nos iban a meter la mula. Quedamos en jugar a doce goles, o hasta que se hiciera de noche. Ese es un asunto delicado. Cuando vas ganando, se hace de noche apenas las primeras nubes se ponen rosaditas. Cuando vas perdiendo, te parece que sigue siendo de día aunque la bola la veas sólo cuando la tenés a veinte centímetros de la jeta y necesites una brújula luminosa para ubicar el arco contrario. Al final hicimos el arreglo que tienen los veteranos para los partidos que juegan ahí los domingos a la tarde. Se haría de noche cuando se encendiera la luz de mercurio del poste blanco de la calle, delante del campito. Con eso no podía haber confusiones. Igual parecía una precaución innecesaria, porque el partido arrancaba a las tres de la tarde, y siendo diciembre había como cinco horas de luz todavía. Me acuerdo de que el Cañito los miró a sus alcahuetes con cara de que no iba a hacer falta esperar lo del farol, porque nos iban a llenar la canasta mucho antes que eso. Pero hizo eso porque el inútil no tenía ni idea de lo que estaba por pasar.
Apenas empezamos a jugar me di cuenta de que era cierto eso de que eran unos cadáveres. Eran grandotes, sí, pero eran unos perros. A tipos como el Luli o Nicasio no los agarraban ni con un mediomundo. No me quiero mandar la parte, pero en el mediocampo estuve lo bastante tranquilo como para armar unas cuantas jugadas. Nos complicaban solamente los que ya dije: Angeli y Espora. Pero el Tití tenía algunos ases en la manga. Cuando íbamos ganando dos a uno le hizo un gesto al Peluca justo antes de que ellos tiraran un córner. Al llegar el centro llovido al segundo palo, dirigido al goleador Espora, Peluca salió del arco a toda velocidad como para despejar con los puños, pero lo que despejó fue un terrible bollo en la sien derecha del delantero. Lo último que vio el pobre Espora fue una mancha negra y verde fosforescente (los guantes del Peluca son horribles, no cabe duda). Fueron tres sonidos sucesivos: el Peluca gritando «¡Mía!», el topetazo de sus puños sobre el cráneo del delantero y el choque del cuerpo cayendo desmayado sobre el área chica.
Ellos se gastaron como tres botellas de agua tratando de despertarlo, pero lo máximo que lograron fue que abriese los ojos y confundiera al marcador de punta con su mamá Liliana. No les quedó más remedio que arrastrarlo hasta los árboles y meter un cambio. Por supuesto que cobraron penal, y la yegua de Zalaberri casi lo incrusta al Peluca en el arco del chumbazo que pegó, pero bien valía el dos a dos a cambio de haber neutralizado a uno de sus cracks.
Ahora le tocaba el turno al pobre Angeli, el petisito gambeteador, que no tenía ni noción de lo que le esperaba. Creo que ya dije que cuando lo pasé a buscar al Gato estaba en pleno almuerzo. Se había pasado todo lo que iba de partido parado sobre su lateral, con cara rara. Diez minutos después del knock out de Espora, y mientras nosotros teníamos un lateral a favor cerca del área de ellos, el Gato se acercó sin prisa al tal Angeli, que esperaba un poco afuera del tumulto con la idea de armar el contraataque. El Gato se detuvo a treinta centímetros de la nuca del rival. Lanzó un eructo poderoso. Y a continuación le vomitó encima los fideos con tuco. Mientras veía resbalar el vómito por la espalda de Angeli, yo pensaba que el Tití es un genio, porque sabe explotar a fondo las habilidades de sus jugadores. Hay tipos que escupen bien. Otros que saben tirar piedras como si fueran artilleros. Otros pueden lanzar el chorro de pis a dos metros. Bueno, lo del Gato pasa por el vómito. Puede vomitar cuando se le canta, sin necesidad siquiera de tocarse el paladar con los dedos, por puro efecto de concentración mental.
La primera cara que puso el pobre Angeli fue de incredulidad, porque no estaba listo para semejante ataque. Cuando se fue apiolando de lo ocurrido se puso como loco pero seguía confundido. No sabía si gritar, si ponerle un tortazo al Gato o si largarse a llorar como una nena. Supongo que cualquier vómito que te echen encima es espantoso, pero el de fideos con tuco debe ser de los peores. Angeli caminaba de un lado a otro y era gracioso porque trataba de acercarse a sus compañeros para que le diesen una mano, perolos tipos le rajaban con cara de asco. Creo que ya anoté que conseguir agua en el campito es un problema y, de los seis botellones que se habían traído, los monos se habían gastado la mitad tratando de resucitarlo a Espora. De modo que no iban a derrochar el resto en limpiarlo al petiso y correr el riesgo de una deshidratación colectiva. Además creo que no les hubiera alcanzado, porque estaba enchastrado de vómito desde la nuca hasta las medias, y querer asearlo con un par de litros de agua hubiese sido tan al pedo como pretender regar el Sahara con una bolsa de rolitos. Así que la estrella de la gambeta no tuvo más remedio que enfilar para su casa a pegarse una buena ducha. Pobre tipo. Tuvo que irse al trote porque ya empezaban a rondarle las moscas. Después de discutir un poco los fulanos cobraron tiro libre. El Luli, de canchero, les dijo que no había ningún artículo del reglamento que hablara de vomitar a un rival y que en todo caso habría que juzgar la intención. Pero lo hizo por joderlos, nomás.
Según los cálculos del Tití se suponía que, sin esos dos jugadores, el partido tenía que ser pan comido. Pero no fue tan así. Eran muy grandes. Demasiado. En cada pelota dividida nos tiraban a la mierda. El Tití reclamaba calma y serenidad para aguantar los sablazos, pero estaba preocupado. A duras penas, y a costa de que nos pegaran hasta en las encías, pusimos la cosa ocho a cinco. Pero no alcanzaba, y todos lo sabíamos. Estábamos con la lengua afuera y nos dolía todo, y los tipos seguían corriendo de lo más fresquitos. Lo peor fue que a partir de las cuatro y media empezó a hacérsenos evidente que los muy guachos estaban haciendo tiempo. Al principio se hicieron los disimulados, pero después se vio clarito. Tardaban horas para sacar un lateral, se tiraban al piso por boludeces, y cuando el arquero tenía que ir al fondo a buscarla para sacar del arco se movía a la velocidad de una babosa malherida. Cuando entendí por qué lo hacían me puse loco, porque todo nuestro esfuerzo iba a ser al pedo. Estaban aguantando y nada más que aguantando, a la espera de que sus estrellas pudiesen volver a la cancha. Ya sé que en los partidos de primera los cambios no se vuelven hacia atrás, pero en el campito la cosa es tipo básquet: mientras queden once los jugadores pueden entrar y salir unas cuantas veces. Así que estaba claro. El turro de Zalaberri se movía sin apuro por toda la cancha y de vez en cuando les hacía a sus compañeros el gestito de subir y bajar lentamente la mano con la palma hacia abajo, como diciendo que pincharan el asunto todo lo posible.
A eso de las cinco menos cuarto los suplentes de ellos, que estaban debajo de los árboles apantallando a Espora con las remeras, le gritaron alegres a Zalaberri que el herido ya se acordaba de su nombre y que estaba empezando a ver, aunque en blanco y negro. El Cañito les ordenó que siguieran dándole aire y que le notificaran cualquier cambio. Para peor enseguida saltaron el paredón del frente Lalo y José, y le avisaron al Tití que habían fracasado en la emboscada que acababan de tenderle al recién bañado Angeli, que volvía hecho una tromba y en comitiva con su vieja y dos hermanos grandes, dispuestos a evitarle cualquier nuevo ataque estomacal. Nos reunimos alrededor del Tití confiando tal vez en que nuestro líder técnico fuese capaz de aplacar nuestras angustias. Tenía los ojos fijos adelante, sin mirar a nadie ni nada en particular, como quien busca respuestas dentro de sí mismo. Por fin habló, aunque fue breve: «Cagamos», declaró, y bajó la mirada.
No tuvimos tiempo de deprimirnos porque nos distrajeron los gritos de alegría de ellos, que festejaban que Espora podía ponerse de pie. Le mostraban los dedos de una mano para que dijera cuántos veía. Le pusieron cuatro pero el pobre cristiano contestó que veía dieciséis, así que teníamos un par de minutos de changüí. Igual daba lo mismo, porque estábamos fritos. El Gato ya no tenía fideos para vomitarle y el Peluca no podía volver a pegarle a Espora sin que los otros lo asesinaran.
Era una lástima, porque nos habíamos roto el alma para ganar ese partido. El más triste era el Luli. Capaz que se sentía culpable por habernos metido en el asunto. Ahora nos esperaba un verano en el exilio. Las otras canchas del barrio eran un asco. Ninguna tenía arcos de fierro como ésta. Y tampoco iba a ser fácil ganarnos un lugar en las nuevas. Después de todo seguiríamos teniendo doce años el resto del verano y en todos lados nos iban a verduguear los más grandes. Si alguno pensó que hubiera sido mejor callar y seguir jugando a la hora de la siesta, no lo dijo. Mejor, porque el Luli no se merecía reproches. Y en el fondo la cosa no era tanto sacarles el horario de las cuatro como joderle la vida al malparido de Zalaberri. Habría sido lindo vengarnos de su costumbre de llevarnos por delante, de basurearnos, de echarnos al cuerno con sus pelotazos aéreos desde la calle. Eso era lo que más dolía. Verlo al turro ese con cara de entrega de los Oscar, sonriendo con el costadito de la boca por entre sus pecas y sus granos.
Entonces volvió Espora, que ya acertaba casi siempre con el asunto del número de dedos. Me lo crucé al Luli y me di cuenta de que rezaba en voz baja. «Sonamos», pensé. Si el único tipo que sabe pisar el balón en esta banda se nos pone místico nos van a llenar la canasta. Como confirmación de mis temores, la primera pelota que tocó el Flaco Espora en su regreso al mundo de los vivos la colgó del ángulo y puso las cosas 8 a 6. Serían cinco y cuarto, cinco y veinte a lo sumo.
Lo raro empezó después. Por lo menos si le creemos al Peluca, que afirma que los pájaros se callaron justo después del sexto gol de ellos. Tal vez sea verdad, porque si lo pienso un poco el perro de las mellizas, que se la pasa chumbando todos los partidos detrás del alambrado, ni siquiera mosqueó cuando yo erré un cambio de frente y estrellé la bola derechito en los alambres a dos metros de su hocico. Fue cuando miré por primera vez el cielo. No amenazaba lluvia ni nada, pero se había nublado con esas nubes color gris claro y parejito, y era raro después de la siesta a pleno sol que habíamos tenido.
Igual el partido no daba como para distracciones porque, como era previsible, nos estaban reventando a pelotazos. Por suerte el Peluca dejó de mirar a los pájaros y sacó unas cuantas bolas difíciles. Y el Tití, a Dios gracias, no se deprimió cuando se le quemaron los papeles del plan para neutralizar contrarios, porque se paró bien de último hombre y ordenó la defensa con criterio. Lo de «la defensa» es una manera de decir, porque como estábamos con la lengua afuera y muertos de miedo por lo que se nos venía, estábamos los once recontra metidos atrás. Nos faltaba hacer una zanja alrededor del área y ponernos casco, porque los guachos esos nos tenían contra las cuerdas.
Pero siguieron pasando cosas raras. Por ejemplo cuando el Peluca sacó con el pie y la bola salió bien alta. Por un momento me costó distinguirla. Fue un segundo, pero me dejó una sensación extraña. A los dos minutos le tiré un pase largo al Luli, que lo sobró por quince metros, pero mientras el otro interrumpía sus rezos para putearme noté que a la distancia me costaba distinguirlo. Me di vuelta hacia Lalo y los otros suplentes, que por si las moscas seguían juntando piedras como para edificar de nuevo las pirámides de Egipto. Le pregunté la hora y me dijo que, según los rivales, eran cinco y media. No podía ser, pero era. Estaba anocheciendo.
Tres minutos después no quedaban dudas de que estaba anocheciendo. Y lógicamente cambiaron los papeles: ahora era el Peluca el que tardaba sesenta y siete años en buscar la pelota detrás de nuestro arco, y yo, el que me llevaba el balón pegado al pie hacia los laterales y se los hacía rebotar para ganar tiempo y saques de costado. Cuando me pasó cerca el Cañito Zalaberri, puteando a sus compañeros para que se apurasen, traía los ojos salidos de las órbitas y los granitos del acné color fucsia, y yo disfrutaba como el sultán de la Polinesia (no sé si ahí tienen sultán, pero mi hermano siempre dice eso).
Tan raro me sentía que ni siquiera lo puteé al Peluca cuando se comió el séptimo gol de ellos después de un rebote pelotudo. Una bola suave que entró pidiendo permiso a medio metro de donde estaba parado el muy infeliz. Pero si tengo que ser justo para ese momento no se veía un cuerno. Era imposible, porque eran las seis menos cinco en pleno diciembre, pero ya no se veía un sorete, con perdón. Cuando fui a sacar del medio se la toqué al Luli, que seguía rezando con la vista elevada a las alturas. Le dije de todo pero no me dio ni bola.
Para entonces empecé a mirar el foquito de la luz de mercurio cada dos segundos y fracción. De los treinta pibes que estaban en el campito esa tarde, yo creo que veintiocho estaban haciendo lo mismo. Lo miraba el Peluca, que atajaba de ese lado y tenía que dejar de ver la cancha para espiarlo. Lo miraban nuestros defensores, y faltaba que soplaran para tratar de encenderlo. Lo miraban los contrarios, pero desesperados. Lo miraba el Cachito Espora, que dicho sea de paso parecía un unicornio con el chichón violeta en la frente. Lo miraba el petiso Angeli, aunque no tan seguido, porque lo preocupaba tanto el final del partido como que el Gato pudiera zamparle un vómito de última hora. Y lo miraba el malnacido del Cañito Zalaberri, que tenía un deseo enorme de asesinar al culpable de lo que le sucedía, pero estaba angustiadísimo justamente porque no sabía a quién tenía que surtirle los bollos que se le acumulaban en los puños.
Del 8-7 en adelante habrán pasado dos o tres minutos más. Ojo que para mí fueron unas cuantas décadas, pero por el julepe que tenía de que nos empataran justo entonces. Tiene que haber sido poco tiempo porque la pelota apenas se arrimó a las áreas. Cuando el Gato fue a sacar un lateral, de pronto Lalo y Beto y José y Agustín se le tiraron encima festejando. Me di vuelta y ahí estaba. La luz del farol amarillenta, fría todavía, sin ese color blanco penetrante que toma un ratito después de prenderse. Pero encendida. Total y definitivamente encendida.
La sorpresa puede ser una emoción difícil de manejar, sobre todo si uno es un burro de carga como el Cañito Zalaberri. La prueba está en que en lugar de venírsenos al humo para deshacernos la cara a tortazos salió caminando con los labios sellados y con cara de espectro para el lado de su casa, con sus alcahuetes en los talones.
Nosotros también estábamos raros. Por supuesto que pegamos unos cuantos saltos y gritos festejando la hazaña contra esos grandulones. Pero el asunto seguía siendo extraño. Estábamos parados en el mediocampo, y seguía oscuro aunque parecía como si el anochecer se hubiera detenido. Además no se veían ni la Luna ni las estrellas. Apenas nos iluminaba, de lejos, la luz de mercurio de nuestro farol bendito. El único que estaba sacadísimo de puro feliz era el Luli, que alzó los brazos y empezó a gritar como si lo estuvieran despellejando: «¡Gracias, Dios, mil gracias! ¡Te la debo, Dios, te debo una! ¡Gracias por el milagro!».
Alguno pensó que se había insolado. Yo no, pero igual la cosa me daba un poco de miedo. Cuando el Gato le preguntó qué bicho le había picado, el Luli le contestó enloquecido que se había pasado medio partido pidiéndole a Dios un milagro y que Dios se lo había concedido. Como el Gato y Luis se le mataron de risa, Luli se puso serio, se enojó un poco y les dijo que no fueran desagradecidos.
—A ver, pescados, a ver… fíjense la hora. No son ni las seis y cuarto, y es de noche. ¿Cómo lo explican, infelices? ¿Cómo lo explican?
El único que se dio cuenta de que pasaba algo raro fue el Peluca, que como es un loco por los pájaros se apioló de que de pronto habían dejado de volar y se habían quedado callados. Además Peluca es el arquero, y ése es el único puesto en el que tenés tiempo de ponerte a pensar, salvo que justo te estén reventando a pelotazos. O capaz que el Peluca nos verseó, y después de que pasó todo se mandó la parte de que había sido el único que había visto ciertos signos misteriosos.
No sé por qué empecé a contar la historia por el Peluca, porque pensándolo un poco, si la quiero contar como Dios manda, me tengo que ir bastante más atrás de la tarde esa en la que se callaron los pájaros. Por lo menos a dos semanas antes, y al turro hijo de mil puta del Cañito Zalaberri. No creo que en el mundo exista un guacho más guacho que ése. Por empezar es un bruto. Tiene los ojos chiquitos y fijos como una laucha, los dientes para afuera y un montón de pecas en la cara. Es más callado que las lombrices, salvo para insultarte. Eso sí le sale. Te putea por cualquier huevada. A sus amigos y a todo el mundo. Es malo como la hepatitis, y en el campito se las da de jefe. Nadie le hace frente, porque por más boludo que sea mide como dos metros y si te pone una mano te sienta de culo. Una vez se peleó con Pablito y le dejó la cara tan estropeada que parecía que lo había atropellado un tanque. Por eso nadie se mete con el cornudo del Cañito Zalaberri. Porque le tienen miedo. Y como el otro lo sabe, aprovecha y hace lo que se le canta.
Todavía hoy no entiendo cómo se animó el Luli a hacerle frente con el asunto del desafío. Supongo que lo que pasó es que le llenó las pelotas con eso de hacerse el capo del campito, y el Luli dijo basta y se le plantó. A veces el Luli tiene cada idea que lo aplaudís o lo matás, como aquella vez que nos hizo salir a probar por el barrio un sistema nuevo de ring-raje que resultó un fracaso y no hubo vecino que no saliera a recontraputearnos, pero ésa es otra historia.
Nosotros teníamos el campito hasta las cuatro de la tarde, más o menos. Después venía la barra del Cañito y teníamos que rajar con el rabo entre las patas. Y el modo con el que nos daban el raje era tétrico. Desde afuera, desde la calle, el Cañito le pegaba un chumbazo a su pelota, que caía desde los cielos en cualquier punto de la cancha. Era el anuncio de que venían. Mientras la pelota picaba algunas veces y quedaba mansita, asomaban sus cabezas sobre la tapia y empezaban a descolgarse para el lado de adentro. Ni siquiera se tomaban el trabajo de echarnos. Simplemente entraban a la cancha conversando entre ellos, recuperaban el balón y se ponían a practicar en uno de los arcos mientras algunos pisaban en el mediocampo para armar los equipos. Ni siquiera nos dirigían la palabra. Suponían (y no les faltaba razón) que nosotros íbamos a rajar con la cabeza baja y el paso arrastrado. Cuando el balón del Cañito bajaba de los cielos era como si se acabara el mundo. No importaba cuánto nos faltaba para terminar, ni el resultado de nuestro partido ni nada. Aparecían estos tipos, que tenían todos como quince pirulos, y desaparecíamos del planeta. Una sola vez Pablito pretendió hacerles frente, porque el partido estaba empatado y el que hacía el gol ganaba, pero saltó el Cañito y fue entonces que le llenó la cara de dedos, aunque eso ya lo conté. Desde entonces preferimos todos el perfil bajo. Caía el balón de ellos desde la nada y salíamos disparados como cucarachas cuando se prende la luz.
Es el día de hoy que no sé qué carajo se le cruzó al Luli por la cabeza cuando ese sábado lo encaró al Cañito Zalaberri y a la manada de bestias de sus amigos. Capaz que porque ya estaba terminando noviembre, y jugar de dos a cuatro en el campito era un infierno. El sol se te clava en la sabiola, y desde que el vecino anuló la canilla de afuera para que no le vaciemos el tanque, si queremos conseguir agua nos tenemos que caminar como tres cuadras hasta la casa de Agustín. Y Luli es de esos tipos que odian el calor, así que a lo mejor fue por eso, yo qué sé.
La cosa es que ese sábado, en lugar de enfilar como un cordero para el lateral como el resto de nosotros, encaró para donde estaban los tipos armando los equipos. Cuando lo vieron lo miraron como quien observa a un perro que ha decidido cruzar la ruta justo después de que el semáforo acaba de ponerse verde: con una mezcla de sadismo y de curiosidad por saber en qué momento exacto el animal quedará hecho puré sobre el asfalto. Pero el Luli siguió avanzando con la frente alta hasta que se encaró con el Cañito Zalaberri. Nosotros veíamos, pero no escuchábamos lo que hablaban. Además enseguida los energúmenos lo rodearon al Luli, de manera que nos quedó tapada la visión casi por completo. De vez en cuando alguno se corría un poco y divisábamos al Luli, hablando y moviendo los brazos, y nos alegraba ver que seguía vivo.
Al rato se abrió un pasillo entre esos brutos y salió el Luli muy campante para el lado nuestro. Cuando llegó anunció la cosa en algunas frases cortas. Había armado un desafío contra esos elefantes para un jueves a las tres de la tarde. Si ganábamos, nos quedábamos con el horario de las cuatro por el resto del verano. Y si perdíamos, teníamos que buscar otra cancha hasta mayo porque si nos veían por ahí nos iban a moler a patadas. Un diplomático, el Luli. Lástima que Atilio se le fue encima para asesinarlo, porque tardamos como diez minutos en separarlos del todo y el Luli se hizo un rato el ofendido y se hizo rogar un poco hasta que se decidió a contar el resto de la idea.
No era tan ridículo su plan. Los tipos eran grandes, es cierto. Creo que ya dije que tenían como quince, y la mayoría de los nuestros acababan de terminar sexto o séptimo grado. Pero eran bastante perros. Ojo que ellos se creían una pinturita. Pero eran un asco. Tenían uno o dos que la movían. Federico Angeli, el petiso que juega de diez, es bueno gambeteando y poniéndole pases al otro que es peligroso, Cachito Espora, que es flaco como un alambre pero alto como un campanario. Mete goles de cualquier lado porque le pega como con un fierro, y cabeceando dentro del área es una pesadilla porque para marcarlo de arriba tenés más o menos que tirarte en palomita desde el travesaño.
El Tití González, que juega de líbero y es, de los nuestros el que mejor sabe mirar el fútbol, nos dijo que los había visto perder feo contra los pibes de la Diagonal, que tampoco son nada del otro mundo, y que no teníamos que dejarnos impresionar por el tamaño de portaaviones que tenían, porque en general eran una manada de caballos y en la defensa eran un cotolengo.
Todos, quien más quien menos, estuvimos de acuerdo en que el Tití se hiciera cargo del manejo táctico. Sobre todo porque en nuestra barrita somos como dieciséis, y en el desafío íbamos a jugar de once, y nadie quería decirles a tipos como Beto o como Lalo —que son horribles jugadores pero pibes macanudos— que tenían que quedarse afuera. Pero al Tití esos detalles sentimentales le importan un carajo, con perdón. Él dice que un buen técnico tiene que saber evitar los amiguismos y las camarillas y que los hombres de carácter se ven en los momentos difíciles. Al final nadie le hizo problema. Primero porque armó el equipo con lo mejorcito que tenemos y segundo porque el Tití cuando quiere es medio loco y no le gusta que lo contradigan.
El día del partido salí de casa a eso de las tres menos veinte. Hacía un calor de infierno, propio de las siestas de diciembre. Pasé primero por lo del Gato, que estaba comiendo fideos con tuco. Me llamó un poco la atención que el tipo siguiera almorzando a esa hora, tan encima del partido, pero me explicó que eran órdenes del Tití, y aunque me pareció raro no pregunté más. Ya cerca del campito se nos unieron Lalo, Beto y José, tres de los que se iban a quedar afuera. Venían del lado del ferrocarril con las remeras infladas de piedras grises del terraplén. «Por si acaso la cosa se pone jodida», dijeron, y yo pensé que teníamos buenos amigos.
Antes de empezar hubo que acordar a cuánto jugábamos. Uno de ellos propuso hacerlo por tiempo, pero nos negamos porque nosotros no tenemos reloj. Bueno, el que tiene reloj es Luis pero es un tacaño que no lo saca de la casa porque dice que si lo rompe la vieja lo mata, así que ahí en la cancha no teníamos, y seguro que los del Cañito, que sí tenían como dos o tres, nos iban a meter la mula. Quedamos en jugar a doce goles, o hasta que se hiciera de noche. Ese es un asunto delicado. Cuando vas ganando, se hace de noche apenas las primeras nubes se ponen rosaditas. Cuando vas perdiendo, te parece que sigue siendo de día aunque la bola la veas sólo cuando la tenés a veinte centímetros de la jeta y necesites una brújula luminosa para ubicar el arco contrario. Al final hicimos el arreglo que tienen los veteranos para los partidos que juegan ahí los domingos a la tarde. Se haría de noche cuando se encendiera la luz de mercurio del poste blanco de la calle, delante del campito. Con eso no podía haber confusiones. Igual parecía una precaución innecesaria, porque el partido arrancaba a las tres de la tarde, y siendo diciembre había como cinco horas de luz todavía. Me acuerdo de que el Cañito los miró a sus alcahuetes con cara de que no iba a hacer falta esperar lo del farol, porque nos iban a llenar la canasta mucho antes que eso. Pero hizo eso porque el inútil no tenía ni idea de lo que estaba por pasar.
Apenas empezamos a jugar me di cuenta de que era cierto eso de que eran unos cadáveres. Eran grandotes, sí, pero eran unos perros. A tipos como el Luli o Nicasio no los agarraban ni con un mediomundo. No me quiero mandar la parte, pero en el mediocampo estuve lo bastante tranquilo como para armar unas cuantas jugadas. Nos complicaban solamente los que ya dije: Angeli y Espora. Pero el Tití tenía algunos ases en la manga. Cuando íbamos ganando dos a uno le hizo un gesto al Peluca justo antes de que ellos tiraran un córner. Al llegar el centro llovido al segundo palo, dirigido al goleador Espora, Peluca salió del arco a toda velocidad como para despejar con los puños, pero lo que despejó fue un terrible bollo en la sien derecha del delantero. Lo último que vio el pobre Espora fue una mancha negra y verde fosforescente (los guantes del Peluca son horribles, no cabe duda). Fueron tres sonidos sucesivos: el Peluca gritando «¡Mía!», el topetazo de sus puños sobre el cráneo del delantero y el choque del cuerpo cayendo desmayado sobre el área chica.
Ellos se gastaron como tres botellas de agua tratando de despertarlo, pero lo máximo que lograron fue que abriese los ojos y confundiera al marcador de punta con su mamá Liliana. No les quedó más remedio que arrastrarlo hasta los árboles y meter un cambio. Por supuesto que cobraron penal, y la yegua de Zalaberri casi lo incrusta al Peluca en el arco del chumbazo que pegó, pero bien valía el dos a dos a cambio de haber neutralizado a uno de sus cracks.
Ahora le tocaba el turno al pobre Angeli, el petisito gambeteador, que no tenía ni noción de lo que le esperaba. Creo que ya dije que cuando lo pasé a buscar al Gato estaba en pleno almuerzo. Se había pasado todo lo que iba de partido parado sobre su lateral, con cara rara. Diez minutos después del knock out de Espora, y mientras nosotros teníamos un lateral a favor cerca del área de ellos, el Gato se acercó sin prisa al tal Angeli, que esperaba un poco afuera del tumulto con la idea de armar el contraataque. El Gato se detuvo a treinta centímetros de la nuca del rival. Lanzó un eructo poderoso. Y a continuación le vomitó encima los fideos con tuco. Mientras veía resbalar el vómito por la espalda de Angeli, yo pensaba que el Tití es un genio, porque sabe explotar a fondo las habilidades de sus jugadores. Hay tipos que escupen bien. Otros que saben tirar piedras como si fueran artilleros. Otros pueden lanzar el chorro de pis a dos metros. Bueno, lo del Gato pasa por el vómito. Puede vomitar cuando se le canta, sin necesidad siquiera de tocarse el paladar con los dedos, por puro efecto de concentración mental.
La primera cara que puso el pobre Angeli fue de incredulidad, porque no estaba listo para semejante ataque. Cuando se fue apiolando de lo ocurrido se puso como loco pero seguía confundido. No sabía si gritar, si ponerle un tortazo al Gato o si largarse a llorar como una nena. Supongo que cualquier vómito que te echen encima es espantoso, pero el de fideos con tuco debe ser de los peores. Angeli caminaba de un lado a otro y era gracioso porque trataba de acercarse a sus compañeros para que le diesen una mano, perolos tipos le rajaban con cara de asco. Creo que ya anoté que conseguir agua en el campito es un problema y, de los seis botellones que se habían traído, los monos se habían gastado la mitad tratando de resucitarlo a Espora. De modo que no iban a derrochar el resto en limpiarlo al petiso y correr el riesgo de una deshidratación colectiva. Además creo que no les hubiera alcanzado, porque estaba enchastrado de vómito desde la nuca hasta las medias, y querer asearlo con un par de litros de agua hubiese sido tan al pedo como pretender regar el Sahara con una bolsa de rolitos. Así que la estrella de la gambeta no tuvo más remedio que enfilar para su casa a pegarse una buena ducha. Pobre tipo. Tuvo que irse al trote porque ya empezaban a rondarle las moscas. Después de discutir un poco los fulanos cobraron tiro libre. El Luli, de canchero, les dijo que no había ningún artículo del reglamento que hablara de vomitar a un rival y que en todo caso habría que juzgar la intención. Pero lo hizo por joderlos, nomás.
Según los cálculos del Tití se suponía que, sin esos dos jugadores, el partido tenía que ser pan comido. Pero no fue tan así. Eran muy grandes. Demasiado. En cada pelota dividida nos tiraban a la mierda. El Tití reclamaba calma y serenidad para aguantar los sablazos, pero estaba preocupado. A duras penas, y a costa de que nos pegaran hasta en las encías, pusimos la cosa ocho a cinco. Pero no alcanzaba, y todos lo sabíamos. Estábamos con la lengua afuera y nos dolía todo, y los tipos seguían corriendo de lo más fresquitos. Lo peor fue que a partir de las cuatro y media empezó a hacérsenos evidente que los muy guachos estaban haciendo tiempo. Al principio se hicieron los disimulados, pero después se vio clarito. Tardaban horas para sacar un lateral, se tiraban al piso por boludeces, y cuando el arquero tenía que ir al fondo a buscarla para sacar del arco se movía a la velocidad de una babosa malherida. Cuando entendí por qué lo hacían me puse loco, porque todo nuestro esfuerzo iba a ser al pedo. Estaban aguantando y nada más que aguantando, a la espera de que sus estrellas pudiesen volver a la cancha. Ya sé que en los partidos de primera los cambios no se vuelven hacia atrás, pero en el campito la cosa es tipo básquet: mientras queden once los jugadores pueden entrar y salir unas cuantas veces. Así que estaba claro. El turro de Zalaberri se movía sin apuro por toda la cancha y de vez en cuando les hacía a sus compañeros el gestito de subir y bajar lentamente la mano con la palma hacia abajo, como diciendo que pincharan el asunto todo lo posible.
A eso de las cinco menos cuarto los suplentes de ellos, que estaban debajo de los árboles apantallando a Espora con las remeras, le gritaron alegres a Zalaberri que el herido ya se acordaba de su nombre y que estaba empezando a ver, aunque en blanco y negro. El Cañito les ordenó que siguieran dándole aire y que le notificaran cualquier cambio. Para peor enseguida saltaron el paredón del frente Lalo y José, y le avisaron al Tití que habían fracasado en la emboscada que acababan de tenderle al recién bañado Angeli, que volvía hecho una tromba y en comitiva con su vieja y dos hermanos grandes, dispuestos a evitarle cualquier nuevo ataque estomacal. Nos reunimos alrededor del Tití confiando tal vez en que nuestro líder técnico fuese capaz de aplacar nuestras angustias. Tenía los ojos fijos adelante, sin mirar a nadie ni nada en particular, como quien busca respuestas dentro de sí mismo. Por fin habló, aunque fue breve: «Cagamos», declaró, y bajó la mirada.
No tuvimos tiempo de deprimirnos porque nos distrajeron los gritos de alegría de ellos, que festejaban que Espora podía ponerse de pie. Le mostraban los dedos de una mano para que dijera cuántos veía. Le pusieron cuatro pero el pobre cristiano contestó que veía dieciséis, así que teníamos un par de minutos de changüí. Igual daba lo mismo, porque estábamos fritos. El Gato ya no tenía fideos para vomitarle y el Peluca no podía volver a pegarle a Espora sin que los otros lo asesinaran.
Era una lástima, porque nos habíamos roto el alma para ganar ese partido. El más triste era el Luli. Capaz que se sentía culpable por habernos metido en el asunto. Ahora nos esperaba un verano en el exilio. Las otras canchas del barrio eran un asco. Ninguna tenía arcos de fierro como ésta. Y tampoco iba a ser fácil ganarnos un lugar en las nuevas. Después de todo seguiríamos teniendo doce años el resto del verano y en todos lados nos iban a verduguear los más grandes. Si alguno pensó que hubiera sido mejor callar y seguir jugando a la hora de la siesta, no lo dijo. Mejor, porque el Luli no se merecía reproches. Y en el fondo la cosa no era tanto sacarles el horario de las cuatro como joderle la vida al malparido de Zalaberri. Habría sido lindo vengarnos de su costumbre de llevarnos por delante, de basurearnos, de echarnos al cuerno con sus pelotazos aéreos desde la calle. Eso era lo que más dolía. Verlo al turro ese con cara de entrega de los Oscar, sonriendo con el costadito de la boca por entre sus pecas y sus granos.
Entonces volvió Espora, que ya acertaba casi siempre con el asunto del número de dedos. Me lo crucé al Luli y me di cuenta de que rezaba en voz baja. «Sonamos», pensé. Si el único tipo que sabe pisar el balón en esta banda se nos pone místico nos van a llenar la canasta. Como confirmación de mis temores, la primera pelota que tocó el Flaco Espora en su regreso al mundo de los vivos la colgó del ángulo y puso las cosas 8 a 6. Serían cinco y cuarto, cinco y veinte a lo sumo.
Lo raro empezó después. Por lo menos si le creemos al Peluca, que afirma que los pájaros se callaron justo después del sexto gol de ellos. Tal vez sea verdad, porque si lo pienso un poco el perro de las mellizas, que se la pasa chumbando todos los partidos detrás del alambrado, ni siquiera mosqueó cuando yo erré un cambio de frente y estrellé la bola derechito en los alambres a dos metros de su hocico. Fue cuando miré por primera vez el cielo. No amenazaba lluvia ni nada, pero se había nublado con esas nubes color gris claro y parejito, y era raro después de la siesta a pleno sol que habíamos tenido.
Igual el partido no daba como para distracciones porque, como era previsible, nos estaban reventando a pelotazos. Por suerte el Peluca dejó de mirar a los pájaros y sacó unas cuantas bolas difíciles. Y el Tití, a Dios gracias, no se deprimió cuando se le quemaron los papeles del plan para neutralizar contrarios, porque se paró bien de último hombre y ordenó la defensa con criterio. Lo de «la defensa» es una manera de decir, porque como estábamos con la lengua afuera y muertos de miedo por lo que se nos venía, estábamos los once recontra metidos atrás. Nos faltaba hacer una zanja alrededor del área y ponernos casco, porque los guachos esos nos tenían contra las cuerdas.
Pero siguieron pasando cosas raras. Por ejemplo cuando el Peluca sacó con el pie y la bola salió bien alta. Por un momento me costó distinguirla. Fue un segundo, pero me dejó una sensación extraña. A los dos minutos le tiré un pase largo al Luli, que lo sobró por quince metros, pero mientras el otro interrumpía sus rezos para putearme noté que a la distancia me costaba distinguirlo. Me di vuelta hacia Lalo y los otros suplentes, que por si las moscas seguían juntando piedras como para edificar de nuevo las pirámides de Egipto. Le pregunté la hora y me dijo que, según los rivales, eran cinco y media. No podía ser, pero era. Estaba anocheciendo.
Tres minutos después no quedaban dudas de que estaba anocheciendo. Y lógicamente cambiaron los papeles: ahora era el Peluca el que tardaba sesenta y siete años en buscar la pelota detrás de nuestro arco, y yo, el que me llevaba el balón pegado al pie hacia los laterales y se los hacía rebotar para ganar tiempo y saques de costado. Cuando me pasó cerca el Cañito Zalaberri, puteando a sus compañeros para que se apurasen, traía los ojos salidos de las órbitas y los granitos del acné color fucsia, y yo disfrutaba como el sultán de la Polinesia (no sé si ahí tienen sultán, pero mi hermano siempre dice eso).
Tan raro me sentía que ni siquiera lo puteé al Peluca cuando se comió el séptimo gol de ellos después de un rebote pelotudo. Una bola suave que entró pidiendo permiso a medio metro de donde estaba parado el muy infeliz. Pero si tengo que ser justo para ese momento no se veía un cuerno. Era imposible, porque eran las seis menos cinco en pleno diciembre, pero ya no se veía un sorete, con perdón. Cuando fui a sacar del medio se la toqué al Luli, que seguía rezando con la vista elevada a las alturas. Le dije de todo pero no me dio ni bola.
Para entonces empecé a mirar el foquito de la luz de mercurio cada dos segundos y fracción. De los treinta pibes que estaban en el campito esa tarde, yo creo que veintiocho estaban haciendo lo mismo. Lo miraba el Peluca, que atajaba de ese lado y tenía que dejar de ver la cancha para espiarlo. Lo miraban nuestros defensores, y faltaba que soplaran para tratar de encenderlo. Lo miraban los contrarios, pero desesperados. Lo miraba el Cachito Espora, que dicho sea de paso parecía un unicornio con el chichón violeta en la frente. Lo miraba el petiso Angeli, aunque no tan seguido, porque lo preocupaba tanto el final del partido como que el Gato pudiera zamparle un vómito de última hora. Y lo miraba el malnacido del Cañito Zalaberri, que tenía un deseo enorme de asesinar al culpable de lo que le sucedía, pero estaba angustiadísimo justamente porque no sabía a quién tenía que surtirle los bollos que se le acumulaban en los puños.
Del 8-7 en adelante habrán pasado dos o tres minutos más. Ojo que para mí fueron unas cuantas décadas, pero por el julepe que tenía de que nos empataran justo entonces. Tiene que haber sido poco tiempo porque la pelota apenas se arrimó a las áreas. Cuando el Gato fue a sacar un lateral, de pronto Lalo y Beto y José y Agustín se le tiraron encima festejando. Me di vuelta y ahí estaba. La luz del farol amarillenta, fría todavía, sin ese color blanco penetrante que toma un ratito después de prenderse. Pero encendida. Total y definitivamente encendida.
La sorpresa puede ser una emoción difícil de manejar, sobre todo si uno es un burro de carga como el Cañito Zalaberri. La prueba está en que en lugar de venírsenos al humo para deshacernos la cara a tortazos salió caminando con los labios sellados y con cara de espectro para el lado de su casa, con sus alcahuetes en los talones.
Nosotros también estábamos raros. Por supuesto que pegamos unos cuantos saltos y gritos festejando la hazaña contra esos grandulones. Pero el asunto seguía siendo extraño. Estábamos parados en el mediocampo, y seguía oscuro aunque parecía como si el anochecer se hubiera detenido. Además no se veían ni la Luna ni las estrellas. Apenas nos iluminaba, de lejos, la luz de mercurio de nuestro farol bendito. El único que estaba sacadísimo de puro feliz era el Luli, que alzó los brazos y empezó a gritar como si lo estuvieran despellejando: «¡Gracias, Dios, mil gracias! ¡Te la debo, Dios, te debo una! ¡Gracias por el milagro!».
Alguno pensó que se había insolado. Yo no, pero igual la cosa me daba un poco de miedo. Cuando el Gato le preguntó qué bicho le había picado, el Luli le contestó enloquecido que se había pasado medio partido pidiéndole a Dios un milagro y que Dios se lo había concedido. Como el Gato y Luis se le mataron de risa, Luli se puso serio, se enojó un poco y les dijo que no fueran desagradecidos.
—A ver, pescados, a ver… fíjense la hora. No son ni las seis y cuarto, y es de noche. ¿Cómo lo explican, infelices? ¿Cómo lo explican?
Entonces se escuchó la voz científica y helada de Atilio:
—Es un eclipse, pavo. ¿No sabés lo que es un eclipse? —Y siguió explicando, con el tono que usa la señorita Nelly cuando no pescamos algo—: Un eclipse es cuando la Luna se interpone entre el Sol y la Tierra, que queda en un cono de sombra, independientemente de la hora del día, hasta que las órbitas de la Tierra y la Luna se separan y todo vuelve a la normalidad. No te extrañe que en un rato vuelva a aclarar como si nada.
Atilio será de madera jugando, pero que sabe, sabe. Así que todos pusimos cara de estar de acuerdo. Todos salvo el Luli, que lo encaró de nuevo.
—¿Ah sí? ¿No digas? ¿Un eclipse? ¡¿Y vos te creés que justo justo va a haber un eclipse, que pasa cada cualquier cantidad de años, cuando estamos 8 a 7 contra estos turros, y se va a poner lo suficientemente oscuro como para que arranque el automático de la luz de mercurio?! ¡Pero pobre de vos, desagradecido!
—¡Ah sí! —Atilio no se achica cuando lo apuran con lo de saber cosas—: ¿Y vos te creés que Dios tiene tiempo de gastarse un milagro en un partido de morondanga como éste, sólo porque vos te pusiste a recitar padres nuestros? ¡No me jodás, Luli! ¡Yo estoy tan contento como vos, pero no entremos a decir boludeces!
El Luli no contestó. Se arrodilló, hizo varias veces la señal de la cruz y empezó de vuelta con los rezos. Los demás nos hicimos a un lado y nos empezamos a ir, medio porque lo de Atilio nos parecía más lógico y medio porque nos daba no sé qué quedarnos cerca del Luli en medio de sus oraciones.
Pero lo más raro de todo pasó después, cuando empezamos a caminar hacia el tapial, en medio de la penumbra. El Luli seguía rezando, pero ahora improvisaba.
—Gracias, Señor, mil gracias. Aunque el turro de Atilio diga que fue un eclipse, yo sé bien, Dios, que éste es un regalo que nos hacés porque te lo pedimos con fe, como dice el cura Antonio en la parroquia, y porque te gusta la justicia y sabés que el Cañito Zalaberri es un malparido y no se merece jugar a las cuatro, pero se aprovecha de los más chicos porque ya cumplió los quince. ¡Gracias, Dios, mil gracias de nuevo! Te pido perdón por el incrédulo de Atilio, pero igual te doy las gracias por él y por todos nosotros. ¡Gracias, Dios querido!
El grito final del Luli se escuchó clarito. De lo que pasó después me acuerdo poco, salvo que el alarido final se perdió en el silencio oscuro y que me hice un tajo bien feo en la pantorrilla cuando saltamos como pudimos el tapial de la calle, mudos del cagazo, cayéndonos y levantándonos, cuando desde los cielos se escuchó clarito, clarito, esa especie de trueno que gritó «¡De nada!».
—Es un eclipse, pavo. ¿No sabés lo que es un eclipse? —Y siguió explicando, con el tono que usa la señorita Nelly cuando no pescamos algo—: Un eclipse es cuando la Luna se interpone entre el Sol y la Tierra, que queda en un cono de sombra, independientemente de la hora del día, hasta que las órbitas de la Tierra y la Luna se separan y todo vuelve a la normalidad. No te extrañe que en un rato vuelva a aclarar como si nada.
Atilio será de madera jugando, pero que sabe, sabe. Así que todos pusimos cara de estar de acuerdo. Todos salvo el Luli, que lo encaró de nuevo.
—¿Ah sí? ¿No digas? ¿Un eclipse? ¡¿Y vos te creés que justo justo va a haber un eclipse, que pasa cada cualquier cantidad de años, cuando estamos 8 a 7 contra estos turros, y se va a poner lo suficientemente oscuro como para que arranque el automático de la luz de mercurio?! ¡Pero pobre de vos, desagradecido!
—¡Ah sí! —Atilio no se achica cuando lo apuran con lo de saber cosas—: ¿Y vos te creés que Dios tiene tiempo de gastarse un milagro en un partido de morondanga como éste, sólo porque vos te pusiste a recitar padres nuestros? ¡No me jodás, Luli! ¡Yo estoy tan contento como vos, pero no entremos a decir boludeces!
El Luli no contestó. Se arrodilló, hizo varias veces la señal de la cruz y empezó de vuelta con los rezos. Los demás nos hicimos a un lado y nos empezamos a ir, medio porque lo de Atilio nos parecía más lógico y medio porque nos daba no sé qué quedarnos cerca del Luli en medio de sus oraciones.
Pero lo más raro de todo pasó después, cuando empezamos a caminar hacia el tapial, en medio de la penumbra. El Luli seguía rezando, pero ahora improvisaba.
—Gracias, Señor, mil gracias. Aunque el turro de Atilio diga que fue un eclipse, yo sé bien, Dios, que éste es un regalo que nos hacés porque te lo pedimos con fe, como dice el cura Antonio en la parroquia, y porque te gusta la justicia y sabés que el Cañito Zalaberri es un malparido y no se merece jugar a las cuatro, pero se aprovecha de los más chicos porque ya cumplió los quince. ¡Gracias, Dios, mil gracias de nuevo! Te pido perdón por el incrédulo de Atilio, pero igual te doy las gracias por él y por todos nosotros. ¡Gracias, Dios querido!
El grito final del Luli se escuchó clarito. De lo que pasó después me acuerdo poco, salvo que el alarido final se perdió en el silencio oscuro y que me hice un tajo bien feo en la pantorrilla cuando saltamos como pudimos el tapial de la calle, mudos del cagazo, cayéndonos y levantándonos, cuando desde los cielos se escuchó clarito, clarito, esa especie de trueno que gritó «¡De nada!».